lunes, 16 de diciembre de 2013

Un cumpleaños

Chema Madoz
Siento que floto.

Estiro los brazos al cielo y comienzo a correr, correr, correr. Esquivo las rayas de las calles, doy círculos, siento el frío de las cuatro de la mañana cruzar entre el vestido de cumpleaños que tengo puesto.  Llevo los tacones en las manos y el corazón blandito. Aunque no estoy sola, me parece que no hay nadie alrededor. Es esa libertad que solo se siente en las madrugadas, cuando tomaste mucho alcohol y no te importó la melancolía.

Corro, corro, corro… Hasta que llego a ese edificio. Hace dos meses toda la ciudad hablaba de él pero, como todo, se olvida... 

Paro a respirar, apoyando mis manos en las rodillas, y me quedo mirándolo. Un reflector ilumina los escombros de la torre caída. Un par de policías se acercan a nosotros.

- ¿Quién los ha dejado pasar? – dice uno de ellos.

Yo no les logro ver la cara, pero mi hermano se adelanta a explicar que no conseguíamos un taxi, que logramos que un desconocido nos dejara allí, que nosotros vivimos al otro lado de la calle cerrada y necesitamos llegar pronto.

Ellos lo dudan un poco, y yo le ofrezco un beso a cada uno si nos dejan seguir caminando, con el viento de las cuatro de la mañana, para llegar a casa. Mi novio pone un brazo alrededor de mi cintura, pidiéndome que guarde silencio y ellos solo se ríen. Debo estar demasiado prenda, pero aún puedo correr y dar vueltas por el edificio que se cayó. 

Sí, tengo 24 años y corro alrededor del edificio que se cayó.

¿Por qué se caen los edificios? La vida se escapa entre estoy parqueando el carro, estoy terminando el turno de vigilancia, estoy revisando un edificio que tiene ganas de caerse…  Y yo con 24 años. No sé qué hacer con 24 años. Son muchos, para yo seguir aún tan pequeña, corriendo entre la calle con los brazos abiertos…

Corro aún más rápido, mucho más rápido, hasta que no puedo respirar, hasta caer al suelo. Las siluetas de mi hermano y mi novio se borran en la oscuridad. Un nudo de viento frío se acumula en la garganta.

Quiero alejarme de ese edificio, que me grita que todo se derrumba algún día, sin avisar siquiera, que todos quedamos como escombros iluminados por un reflector, cuidados por un par de policías en las madrugadas.

 A cualquier edad. En cualquier momento. Con 96 mientras soñamos, con 63 y un corazón detenido, con 24 y un vestido de cumpleaños... 

jueves, 15 de agosto de 2013

El columpio rojo (Parte 1)

Dicen que el último día de tu vida lo pasas en tu infancia, en medio del tiempo detenido. Allí fue donde la encontré, sentada en el columpio rojo, sin balancearse, jugando con la tierra bajo sus pies. Me senté junto a ella, en el columpio azul. No me miró.

Ella llevaba aún el uniforme del colegio, la falda de cuadros mal abrochada, las medias blancas llenas de tierra y el pelo suelto, siempre suelto. Los zapatos vino-tinto estaban tirados en cualquier lugar del parque. La saludé y solo me dijo que la gente grande no tenía permiso de sentarse ahí, le sonreí.

No sé cuál era mi obsesiva necesidad de hacerla feliz. Ella, en cambio, no tenía idea de quién era yo. Aún así, se bajó del columpio y se acostó en la tierra, mirando al cielo. Me acosté al lado de ella.

- Cuando las nubes se mueven, parece que el edificio se fuera a caer encima de ti – me dijo, sin mirarme.

Nos quedamos con las miradas en el cemento gris, mientras yo sentía que pronto caería sobre mí la vida. El sol de las 5 de la tarde se iba derritiendo detrás de las montañas.

- ¿Por qué estás aquí sola? – le pregunté

- Es que la mamá de Amalia no la dejó bajar, dice que tiene que hacer las tareas.

Los minutos casi no se movían, su tarde parecía durar más que mis tardes.

- Te voy a mostrar todo el parque – me dijo, poniéndose en pie.

Caminé a su lado. Me presentó los terrenos del edificio cual si fuesen un universo entero; el arenero, el kiosco para las fiestas de cumpleaños, el sitio escondido detrás del edificio donde construyeron una pequeña casa con bolsas.

- Estoy escribiendo una historia – mencionó mientras nos sentábamos dentro del lugar – es sobre el día que construimos esta casita.

- ¿Te gusta escribir?

- Quiero contar todo sobre mis amigos, llevo 18 páginas.

Me gustaba verla ser, cómo caminaba ignorando la maraña de pelo y las medias más negras que blancas, y los zapatos en la mano.

- ¿Por qué hablas tan raro? – me preguntó con sencillez, mirándome a los ojos.

- He vivido en otra ciudad algún tiempo

- A mí me gustaría viajar lejos y ser aventurera – respondió, como ignorando lo que le decía – Caro y yo jugamos en las tardes a ser Scouts y recorremos el mundo.

Un grito proveniente de alguna ventana nos hizo girar las cabezas. Y vi a mama, allí asomada por la ventana de la cocina. La llamó a ella, a mí no debió reconocerme. En mi estómago crecía una piedra; se veía tan joven, el pelo aún del todo negro.

Ella salió corriendo, poniéndose los zapatos como podía y despidiéndose de mí agitando la mano. Yo conocía bien las reglas, por eso no quise irme aún.

Me senté a esperarla, mientras se hacía de noche. Giraban alrededor del azul oscuro del cielo los niños que corrían por el parque, pequeños gritos agudos. Luego, las cabezas de las mamás comenzaban a aparecen una por una en las ventanas del edificio, llamándolos para entrar.

No recuerdo cuándo se hizo de noche, pero comencé a sentir mucho sueño. Los párpados se resbalaban sin mi permiso y el frío me obligaba a abrazarme las piernas.

Todo quedó en silencio. Quise renunciar.

Comenzó a correr entre mi pelo un viento frío, sonaron las ramas de los árboles y las cadenas oxidadas de un columpio. Luego, el crujir de una puerta que se abría y se cerraba.

Salió ella, caminando descalza, en puntas. Venía envuelta en una cobija azul que arrastraba por el piso. Se sentó a mi lado, apoyando sus manos en la madera de la silla.

- ¿Tú mamá no te regaña si te ve fuera de la cama? –me preguntó, abriendo los ojos.

- No, pero creo que la tuya si se molestará. Está muy tarde.

- Se fue a una fiesta con mi papá y yo no era capaz de dormirme.

- Yo tengo mucho sueño – le dije, sin querer decírselo.

...


Nos quedamos en silencio. Recordé que era el último día de mi vida.

lunes, 18 de marzo de 2013

Eres escritor

Uno nace diferente, lo sé. Algo en la manera de ver y sentir los días, como si no pudieras dejarlos pasar sin que te raspen los dedos.

No siempre lo supiste, pero hay un momento en tu infancia, adolescencia o adultez donde de repente te das cuenta. Tus días no son tuyos, las personas son personajes y caminar por las calles es ver la trama de una historia caminando.

No sabes si bueno o malo, pero eres un escritor.

¿Quién fue el primero que te lo dijo? ¿Cómo y cuándo entendiste que lo tuyo sería escribir?