viernes, 5 de octubre de 2012

Sin permiso de los papás


A los diez años decidí con tanta determinación que sería escritora, que aún no logro quitarme de la tarea. Una parte de mí, más chiquita y libre, se quedó allí, con los brazos cruzados en mi cerebro, esperando el momento en el que me quiera echar para atrás. Y a veces se molesta tanto cuando no quiero ser ella, cuando no quiero escribir ni soñar, que me hace llorar.

Lo primero de lo que quise escribir fue sobre mis amigos del edificio donde vivía, de las aventuras que vivíamos entre el columpio rojo y la pared para jugar eliminado.  Una tarde me senté en uno de esos computadores con Windows 95, pantalla gorda y color blanco gastado, con los pies colgando de la silla. Recuerdo que el teclado tenía pedazos de mugre negro incrustados entre las teclas: éramos cuatro hermanos entre 13 y 4 años contra él.  La luz dela tarde se colaba entre las líneas de una persiana que hace años no cerraba del todo.

Mi abuelo vivía en ese tiempo con nosotros y sé que me miraba de reojo, desde la mesa del comedor, donde se sentaba a fumar pipa y hacer bocetos. Él fue mi elegido para leer la primera página, la que tardé más de un día escribiendo.

No me tomó a la ligera, eso lo sé. Se sentó junto a mí, con la mirada seria de un editor que decidirá si comprar o no una nueva novela. Creo que eso fue importante, que no me dijera ay sí, qué bonito, y siguiera su vida.  Me subrayó las palabras que debía cambiar y me mostró cómo debía darle un giro a ciertos párrafos, el resto le encantó.

Pasé una semana entera editando la primera página, sin avanzar ni un paso en la historia y eso, definitivamente no me gustó.  Fue el primer dilema que me encontré como escritora. ¿Quedarme atrancada editando por siempre o seguir adelante dejando atrás imperfecciones?  

Cansada, decepcionada de saber que no era tan fácil, dejé de trabajar una tarde c-o-m-p-l-e-t-a. Me fui para mi cuarto, organicé losj uguetes, peleé con mi hermano menor, salí a montar monopatín con Sebastián y Julián. Pero algo no estaba bien,  ya una pieza no encajaba en su lugar. Una fuerza extraña me halaba al computador y no me dejaba pensar.

Era como si de repente la vida real no fuera suficiente, sabía que allí estaban Julián y Sebastián, y más tarde bajaría Daniel y Amalia (si la mamá la dejaba, porque algunas noches ponía tantos problemas…), y quizás por la noche podríamos jugar escondidijos y rin-rin corre-corre por todo el edificio, pero…

Pero Julián y Sebastián, y Daniel, y hasta depronto Amalia (si la mamá la dejaba bajar, porque algunas noches ponía tantos problemas…) ahora también habitaban mis palabras, y quizás, si seguía escribiendo, por la noche podríamos aterrizar en la luna o incluso salir a recorrer la ciudad sin permiso de los papás.

viernes, 21 de septiembre de 2012

La pared invisible

Los periódicos y los adultos vivieron la época de las bombas en Medellín de una manera, con cifras y muertos. Yo, que tenía 10 años y aún vivía entre fantasías y miedos, la recuerdo tan diferente. 

La pared Invisible



Yo no podría haberlo sabido. La gente sí caminaba con más recelo, mirando alrededor en busca de personas extrañas, de objetos fuera de su lugar común. Todos llevábamos el pelo liso y teñido de claro, así lo tuviésemos negro en realidad.

Cada golpe seco, un libro que se caía de una estantería, un mesero que dejaba caer una bandeja, los sobresaltaba a todos. Eran los días de las bombas en Medellín, hace poco había estallado una en el Parque Lleras y meses atrás en El Centro Comercial El Tesoro, y sabíamos que eran ellas, las brujas. Pero, aunque saltábamos ante cualquier ruido y estábamos todo el tiempo preparados para correr, lo disimulábamos muy bien. Por eso fue que dejé que papá se alejara del grupo y que mi hermano Esteban se quedara atrás saludando un amigo. Así tenía que ser, disimular el miedo que corría por las venas de cada uno para poder continuar la vida, para evitar que ellas se tomaran los lugares más importantes para nosotros, la clase alta de Medellín.

Entonces la vi. El pelo crespo de color negro y una sonrisa naranja. No tuve tiempo para reaccionar, en un instante había caído, en medio de todos, un muro transparente. No lo podíamos ver, pero supimos que estaba allí por la fuerza en la que nos empujo al lado contrario. Un grito ahogado recorrió el centro comercial. De repente, la plaza más grande de Oviedo había quedado partida en dos. Nadie se movía. ¿Dónde está papá? ¿Dónde está Esteban? Agarré con más fuerza la mano de mamá.
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-          - Me he cansado de ustedes, ricachones malagradecidos – dijo con una voz tan aguda que los vidrios y las sonrisas todas se quebraron, mientras la bruja se elevaba en medio de la barrera invisible para quedar a la vista de todos –  y he querido jugar un poco.

De repente, una mujer intentó desesperada cruzar la barrera y al momento de hacerlo, una corriente de electricidad la volvió ceniza. Su grito quedó en el eco, y cuando se silenció, la bruja volvió a hablar.
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               -  Los he dividido en dos porque quiero matarlos, pero…  - guardó silencio y miró hacia nuestro lado, sus pupilas se clavaban en las mías – con matarlos a todos nadie sufre lo suficiente. Lo haré por partes, los del lado derecho - dijo señalándonos – tendrán que ver cómo voy matando uno por uno a los del lado izquierdo.

Con mis ojos de niña de 11 años vi como una madre intentaba alcanzar a su hijo de 2 años, que lloraba sentado al otro lado de la pared invisible. Yo solo me preguntaba por papá y Esteban, ¿dónde están?, ¿dónde están? Mamá no reaccionaba, le jalaba la mano y le intentaba hablar. Ella estaba quieta, con los ojos en blanco, mirando un punto fijo.

Levanté los ojos y seguí su mirada. Y allí, al otro lado de la pared, nos devolvían la mirada mi papá y mi hermano, apretando las manos igual que mamá y yo. 

jueves, 5 de julio de 2012

Desencuentros

Pubertad - Edvard Munch
Recuerdo que me crucé con ella en un centro comercial de Medellín.

Era uno de esos tan anhelados fines de semana donde por fin podía verlo a él, sin artículos que escribir ni grandes preocupaciones. Caminábamos intentando coordinar el movimiento de nuestras manos cogidas con los pasos que daban nuestros pies.  Cada tanto parábamos para darnos un beso y luego otro, mientras mi vestido de flores daba tumbos con el viento. Instantes perfectos.

Sé que la vi porque me impresionó su rostro, tenía miedo. La acompañaba algún él. Olvidé por un momento coordinar mis pies con sus manos.

Al día siguiente me la encontré abordando un vuelo de vuelta a Bogotá, yo llevaba  la despedida de él aún en la garganta. Le dije que la había visto, el otro día, en el centro comercial. Ella hizo un gesto de asentimiento y siguió su camino como quien no le interesa encontrarse con una vieja conocida.

La dejé ir. Veinte minutos después nos encontrábamos sentándonos en puestos contiguos en el avión.

- ¿Qué fue de tu vida? - le pregunté, haciendo algún tipo de conversación casual.

Ella no respondió.

La recordaba gorda y crespa, ahora era flaca y lisa.

Saqué los audífonos de mi reproductor y a punto de ponerlos en mis oídos, ella me detuvo.

- Yo casi no te conozco - afirmó casi susurrando.

Le quise explicar que hace años, en el colegio, habíamos sido algo así como amigas, pero ella volvió a interrumpir.

- Yo casi no te conozco - repitió, esta vez más para sí misma que para mí.

Sonreí, o quise hacerlo, y torcí un poco la cabeza para un lado como cuando no entiendo algo, pero ella comenzó a hablar.

- Ayer sería la última vez que nos veríamos. Yo partiría para España y él se olvidaría de mí, ese había sido el trato, desde el comienzo. Pero...

Podría haber sido yo una pared, un poste de luz y a ella le habría dado igual, nada cambiaría el hecho que ella tenía una historia que contar y yo estaba allí.

- ... entramos a una tienda de ropa y juguetes para bebés. Jamás había sentido su mano apretar tan fuerte la mía. Fingíamos ignorar la situación, mientras él se enamoraba de una pequeña pijama con la inscripción Daddy's little rock star y para mí todo se volvía surreal.

Creo que el último recuerdo que tengo de ella es en la punta de un árbol, ambas con las faldas de colegio femenino colgando de las ramas y el sonido de la campana anunciando el inicio de las clases una vez más. Bueno, quizás no es ese el último recuerdo, pero sí el último feliz.

-... cuando caminamos hacia la farmacia fue la primera vez que sentí su mano sudar. Me dijo que prefería que no lo acompañara. Yo le dije que nos habíamos metido en esto juntos y desde el principio estaríamos los dos, pero mi repentina valentía quedó detenida por las dos mujeres que llegaron al mismo tiempo, buscando un jarabe para la tos.

Yo fui la que decidió terminar la amistad, cuando teníamos 11 años. Ella había quedado en 5A y yo en 5B, y cuando me comencé a sentir sola en clase, supe que quería hacer nuevas amigas. A ella nunca le gustó la decisión y al entrar en la adolescencia, se encargó de dejármelo muy claro.

-... luego de 40 minutos intentando acercarnos a la droguería, el juego se volvió ridículo. Él se derrumbaba poco a poco, así que lo agarré por el codo una vez más y me acerqué decidida al mostrador.  Señorita, necesito una prueba de embarazo.

El avión comenzó a deslizarse por la pista para despegar y los avisos para apagar los celulares nos dejaron en silencio. Ella apagó el suyo sin dudarlo. Por mi cabeza solo se cruzaba el recuerdo del día en el que ella me había lanzado la torta del día de la mujer encima del pelo, al frente de todo el salón, y yo había guardado silencio.

- ¿Qué sentías? - fue lo único que se me ocurrió, una pregunta tan tonta como el hecho de ser periodista.

- Miedo, muchísimo. Pero no más del que siento hoy. Todos mis planes se iban complicando en mi cabeza y mi vida se armaba por sí sola, mi mamá miraba desde el fondo del remordimiento y el viaje a España se derrumbaba a pedazos. Pero tenía la prueba escondida en el saco de él y una necesidad absoluta de salir de esa duda que no nos dejaba dormir.

El primer niño con el que salí la conocía a ella, no me acuerdo de dónde ni porqué. Pero sí sé que en una de las fiestas de quinces donde invitaron a todo el salón, cuando los dos conversábamos en un balcón, alejados de la multitud, ella se acercó y metiéndose entre los dos, se puso a conversar con él. Avergonzada, con esa horrenda adolescencia entre los bolsillos, intenté retroceder y salir huyendo, pero él me agarró de la mano y le dijo a ella que estábamos ocupados. La vi alejarse apretando los puños.

-  ... antes de realizar la prueba, tuve que llevarlo a una tienda de discos para que se tranquilizara, y lo dejé escuchando algún CD de su cantante preferido. Él era la única certeza que tenía, yo sabía que no estaría sola, o necesitaba creerlo. Quizás podríamos casarnos, o irnos a vivir juntos, al fin y al cabo ya teníamos más de 20 años. Yo ya no sería el escándalo, me repetía en la cabeza, como quedar en embarazo a los 14…

Ella no olvidó la humillación de la fiesta y durante la siguiente semana se puso peor. Todas sus amigas me gritaban por los pasillos, se burlaban de mis grandes dientes de adelante, de mi pelo largo siempre suelto y cuando se sentían más malas, me señalaban como la menos desarrollada del salón.

- ... entré al baño para discapacitados, él no fue capaz de entrar conmigo. Fue muy extraño. Jamás me había imaginado como la mujer que se hacía una prueba de embarazo, y menos en un centro comercial. La saqué del empaque y ahí fue cuando empecé a temblar.

Nos quedamos en silencio, el carrito de bebidas pasaba en ese momento por el pasillo y se detenía frente a nosotras. Yo pedí un café y ella, ignorando a la azafata, giró su cabeza hacia la ventana. Faltaba  poco para aterrizar y el cielo comenzaba a oscurecer.

- … Para esperar los tres minutos necesarios, guardé la prueba otra vez en la bolsa y salí del baño. Lo abracé a él con más fuerza que nunca y caminamos hasta una banca. La incertidumbre nos agarraba por la garganta.

La agarré de la garganta y la tiré contra la pared del salón de música, eso dicen las demás que pasó. Yo no lo recuerdo con claridad. Sé que estábamos ensayando para el baile de final de año y alguien se dio cuenta que yo no estaba coordinada. Pararon la música y todo el mundo guardó silencio. Ese alguien me obligó a repetir la coreografía.

-… Lo obligué a repetirme que si salía positiva nos reiríamos mucho, y querríamos a ese niño con toda el alma. El solo se mordió los labios.

Les intenté prometer que no volvería a pasar, que me había equivocado en solo un paso, ¡en uno solo! Pero pusieron la música de nuevo y yo tuve que comenzar, cerrando los ojos.

-... él cerro los ojos, esperando. Vi pasar a alguna pareja, ella llevaba un vestido de flores y me miró.

Ella me miró cuando me equivoqué de nuevo y el salón estalló en gritos. Quería taparme los oídos y salir huyendo del lugar, pero me quedé quieta.

- …Me quedé quieta mientras la veía pasar con su maldita inocencia y su vestido de flores, y sus pies que coordinaban con aquel que llevaba de la mano, y yo apretando entre las manos aquella prueba.

Apreté entre las manos la ira cuando la vi acercarse sigilosamente entre las faldas de cuadros, como saboreando mi derrota, y en cámara lenta la oí gritar y-alguien-que-le-corte-ese-asqueroso-pelo-de-virgen-de-pueblo. Solo sé que perdí el control.

- …solo no quería perder el control.

El avión aterrizó y el golpe nos sacó de ambos relatos. De repente nos miramos: dos desconocidas temblando de recuerdos contrarios, cruzados, sin escucharnos, sin importarnos. Los cinturones de seguridad se quedaron atados a nuestras cinturas, a pesar que el altavoz gritara lo contrario.

Se abrió la puerta de la aeronave y, como parte de la manada, ella tomó su bolso, yo mi maleta, y nos bajamos sin hablar.

viernes, 30 de marzo de 2012

Corro las calles de los días

Fotografía: Chema Madoz
Corro las calles de los días desesperada por esconderme, aún sin la certeza de ser buscada.

Ella me conoce tal como si hubiese seguido mis palabras día por día, por eso evito los lugares comunes y me escondo a veces en el pasado, en el futuro que me invento. 

Antes nos llevábamos bien, ¿saben? Yo flotaba entre las nubes y cuando era necesario ella me jalaba de vuelta. Teníamos discusiones, es evidente, pero nuestro sistema funcionaba. Yo la encerraba en el clóset cada que quería escribir y ella, cuando tenía que cumplir con los deberes, me guardaba en sus zapatos. Nos queríamos, como hermanas. 

Pero claro, llegó el día de la graduación. Allí, con la toga azul y el vestido rojo, y todos mis compañeros de universidad saltando de felicidad. Yo no estaba saltando, aunque ella sí, y nos veíamos medio deformes, con un pie en la tierra y otro en el aire.

Recuerdo cómo la gente nos preguntaba qué haríamos a continuación, cuáles eran nuestros planes ante el futuro tan esperado. Yo quería seguir viajando, poder pensar la vida y caminar sin ahogarme de responsabilidades, pero ella era la que hablaba, como una lora contaba las ganas que tenía de entrar a trabajar  para alguna gran empresa y cumplir horarios, y esas cosas.

Por la noche nos acostamos queriendo darnos la espalda, ella había quedado avergonzada, cuánto odiaba que los demás notaran que éramos dos, y yo me sentía con olor a media sucia. Le dije entonces que me iría, ella se rió de mi estúpida idea, explícame cómo te vas a ir, me decía con esa sonrisa de yo sé más que tú porque entiendo el mundo.

Pero yo entendía mejor el mundo porque no estaba pegada a él, por eso supe como escapar. Me volé esa noche y la dejé durmiendo.

Supongo que la despertó el sentirse tan aplastada contra la almohada. 


Y a veces la miro, encerrada de niebla.