He encerrado a esa Verónica en el armario, por allá está gritando e intentando tumbar la puerta. Puede hacer el escándalo que quiera pero, al menos por esta noche, la dejaré allí.
Ella a veces no entiende y me insiste que vomite las palabras sea como sea, incluso se para a mi lado y comienza a chasquear los dedos, logrando intimidarme. Le he intentado explicar que las palabras no llegan así porque si, que los relatos no nacen de sentarse en el computador y mirar el teclado.
A veces he pensando que me gusta escribir en los momentos en los que no debo, en los que el sistema me obliga a ser una mujer que cumple responsabilidades y respeta reglas. Las clases de física, química y matemáticas en el colegio siempre fueron el mejor ejemplo. Allí estaba yo, atada con un alfiler a un pupitre de madera, encerrada por cuatro paredes blancas. El conocimiento que me querían embutir, asustándome con posibles insuficientes, me sabía a detergente.
Entonces, sacaba aquel pequeño cuadernito azul que guardaba ilegalmente al fondo del pupitre, y en medio de nomenclaturas, fracciones y problemas matemáticos, me ponía a escribir. Escribir sobre lo que fuera, quizás sobre el tablero que abría su boca queriendo comerme, la historia real de la pobre niña que llegó al hospital por una intoxicación de números o la descripción artística de lo que hacían mis compañeras mientras fingían poner atención. La ficción siempre sabía mejor que la realidad impuesta.
Pero luego llegaba roja de la ira la Verónica de cemento, la críada por la sociedad de responsabilidades, y me lanzaba de un golpe a la realidad.
Debes estudiar,
debes trabajar,
debes esforzarte,
debes fortalecer tu voluntad,
debes ser juiciosa,
obediente,
perfecta
debes ser normal.
Por eso me gusta encerrarla en el armario cuando voy a escribir, y de paso botar el odioso debes a la basura, porque en medio de las letras lo puedo ser todo. Todo menos normal.