sábado, 11 de junio de 2011

Bajo las tablas

Y venía detrás de mí un gran dinosaurio verde persiguiéndome. Destrozaba los muebles de la casa y hacía añicos todo lo que pisaba. Nadie lo veía, solo yo que corría despavorida, con mi piyama rosada, intentando que no me alcanzara. Entonces, cuando estaba apunto de comerme con sus enormes colmillos, yo pegaba tremendo salto y caía debajo de mi cama. Allí donde nadie me podía atacar. 

A veces, cuando miro mi vida como un gran escritorio lleno de montañas de decisiones grises aún por tomar, me gusta pensar en aquel lugar, debajo de la cama, donde nunca nada nos podía pasar. Y los adultos pasaban justo al lado, buscándonos, y nosotros nos reíamos de sus zapatos que no tenían ojos y no nos podían ver. 

Sería útil aquel lugar para esconderme de las luces amarillas, de los papeles, de algunos amores y quizás de la plata, y de los adultos que a veces dan miedo porque ya nos miran frente a frente, y no con la cabeza baja.  

Pero somos gente grande y madura, y no nos escondemos debajo de la cama. Afrontamos con la frente en alto los problemas, le damos la cara a las situaciones serias y nos tomamos la vida gris en nuestras manos. 

O al menos eso piensa la otra Verónica, que hoy ha llegado furibunda, a sacarme de los pelos de este cómodo lugar debajo de las tablas de mi cama.