lunes, 31 de octubre de 2011

Conversaciones de cabeza torcida


Fotografía: Daniel Toro Restrepo
Verónica de cemento no recordaba a la vaca, cuántas vacas podría haber en el universo para saber ahora de qué hablaba esa niña flotante sentada a su lado. Pero la otra insistía, acuérdate de la vaca, mi vaca.

Era divertido verlas juntas, sentadas en mi habitación como dueñas de cada rincón. La una con el pie encima del hombro de la otra. Como esas hermanas que no se soportan pero saben que la una sin la otra están perdidas.

- ¿Ya te acordaste de la vaca que me hacía feliz?– le insistía Verónica flotante, mientras la otra se pintaba de rojo las uñas de los pies, fingiendo que no la oía - Acabo de pensar en ella...

La flotante, ignorada, sacaba el cuaderno rojo y se ponía a escribir, leyendo en voz alta cada palabra:

Yo salía cada mañana de la casa de Doña Monareta, esa señora medio loca que nos había alquilado un par de habitaciones a mi hermano y a mí cuando estábamos recién llegados a Bogotá. Me gustaba caminar a paso lento y cansando, con las cobijas aún amarradas a los párpados, y allí, a media cuadra, me esperaba mi vaca.

Estaba encerrada en el corral más citadino que he visto, a su lado derecho un supermercado, al izquierdo una estación de gasolina y mi pobre vaca, en la mitad de los dos, durmiendo junto a una valla publicitaria a medio podrirse.

Entonces yo pasaba por su lado y ella se ponía de pie (¿o de patas?) se acercaba al alambrado y torcía la cabeza, porque juro que me reconocía. Conversábamos unos minutos, contándonos las historias. Luego veía el bus acercarse a la parada y salía corriendo, sin dejar de mirarla. 

Al final nos parecíamos, éramos dos entes en estado del pasme, en medio de un lugar lleno de cemento sucio que no lográbamos comprender. Ambas con la cabeza torcida para un lado, como quien en silencio se pregunta.

Cuando terminaba de escribir, hacía una pausa y alzaba la cabeza.

-       -  La debería ir a visitar algún día – decía, mirando a la ventana con los ojos perdidos - ¿será que aún sigue ahí?

Aparecía un silencio en la habitación. 

Verónica de cemento, quien había permanecido con la boca cerrada todo este tiempo, tapaba el esmalte con cuidado, lo ponía sobre la mesa, soplaba delicadamente las uñas de los pies y luego miraba de frente a la pobre Verónica flotante.

¿Tú qué rayos haces hablando de vacas a estas horas de la mañana?